lunes, 25 de abril de 2016

bestialismo y amor

Acabo de ver "En tierra de osos" (2003), la película de Disney. No vi el comienzo, pero no importa. Una princesa indígena está enamorada de un oso. La zoofilia es solo temporal, pues por intermediación de los espíritus, ella se transforma en una Osa para estar con su amado. Hay toda una serie argumentaciones decorativas que pretenden justificar esta situación: espíritus, la noche, mitologías indígenas, los muertos, pero lo central es básicamente la relación amorosa posible entre una humana y un oso. Si el pensamiento filosófico se da, como dice Badiou, en el encuentro entre extraños sin una medida común (lo animal y lo humano), en esta película este encuentro se resuelve con el siguiente pensamiento filosófico: entre lo humano y lo animal no hay relación posible, uno de los dos debe claudicar su ser y entregarse al otro: como alimento, como objeto de amor, como cosa donada. No es posible que uno continúe siendo animal y el otro humano. Puede extenderse esta idea a la sociedad: alguien debe cambiar, entregarse, para armar una relación de dos. No se constituye una síntesis hegeliana, sino la antiquísima idea del triunfo de la fuerza sobre la debilidad, del que es capaz de conservarse contra el que se pierde. El oso y la princesa-osa no viven, luego de la transformación de ella, en un universo intermedio, en que son medio animales y medio humanos: triunfa un extremo, van al bosque , se vuelven osos comunes y corrientes; lo humano de la princesa es la pérdida. Este tipo de amor es el convencional, el que tiene más himnos, poemas (algunos versos: me doy a vos, sos mi dueño, soy tuyo, etcétera). El que cede se vuelve el recipiente vacío para el ser del otro, que lo colma. Ahora bien, el bestialismo (por ejemplo, Woody Allen: "Everything You Always Wanted to Know About Sex...") opone a esta idea un gesto revolucionario: es precisamente la diferencia, lo animal del animal, lo que seduce, y ambos conservan plenamente su particularidad (el animal sigue animal, el humano sigue humano). Propone, por tanto, un espacio de mediación sin pérdida: el sexo. Al menos en abstracto funciona así. Recuerdo también, aparte de estos casos de bestialismo, una escena de La balada de Narayama (1983), que es parte de las leyendas del folclore del campo: un campesino se coge un perro blanco, por la razón de que no encuentra con quién más tener sexo; no hay mujeres cerca, tampoco hombres. Aquí el problema se resuelve por imposibilidad: no hay opciones, entonces el perro. El sexo, que aún es un espacio de mediación sin pérdida, es sin embargo ejercido sin amor; o sea, es el espacio de la mecánica, no de la pasión. En otras palabras, el amor no entra en juego aquí, si no la necesidad, inclusive la fatalidad. Es la relación sin amor, la relación de intereses mercenarios, en ella hasta es posible conservar la particularidad de cada integrante (es opcional cambiar, a veces se exige el cambio, pero no siempre, en cuyo caso lo que ocurre es más bien fingimiento). Entonces, con todo esto, ¿adónde voy? No sé. Quizá a preguntarnos qué hacer con la zoofilia, con la que nos toca vivir.

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